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Marxismo: ¿Se salvó algo del diluvio? (Parte I)
Marcos Winocur (Desde México. Especial para ARGENPRESS CULTURAL)
Índice
1. Utopía, te odio y te quiero
2. ¿Salta Lenin el atlas?
3. Marx: la muerte se asoma y saca la lengua
4. San Marx y san Lenin que estáis en los cielos...
5. Conclusiones
1. UTOPÍA, TE ODIO Y TE QUIERO
“Parecía imposible ¡pero sucedió! De repente, el sol dejó de salir sobre el horizonte”. Fue un comentario público de Fidel Castro a propósito de la caída de la URSS. Y bien, sol, adiós, los tercermundistas hemos quedado a oscuras. Con infinita paciencia buscamos velas y cerillos, a ver si algo podíamos iluminar. Pero no estábamos preparados y nos pusimos nerviosos, abrimos la cajita al revés y los cerillos fueron a parar al suelo...
Pues, sí, la URSS podía estar llena de defectos y contradicciones -y lo estaba: más de lo que se creía- pero funcionaba como contrapeso frente a Estados Unidos. Y un día... se acabó la bipolaridad y desde entonces una pregunta ha quedado flotando en el aire: ¿Hemos vivido un sueño, una utopía?
Veamos si se puede aproximar una respuesta.
En sentido estricto, utopía es la propuesta de un nuevo modelo de realidad, que ésta rechaza. “Tercos son los hechos”, dijo alguien apodado “El Moro”. Precisamente, por realidad o por hechos, me refiero a los obstáculos de todo tipo que impiden en definitiva la aplicación de una propuesta a futuro, y la convierten en utópica. Obstáculos puestos tanto por la naturaleza física o biológica, como por la sociedad vigente. Si se propone contradecir la ley de gravedad, irnos de viaje a las estrellas, o volvernos inmortales, Mamacita Naturaleza dice “no” y rotula: “ciencia ficción”. Si se propone contradecir el sistema social, los mayores obstáculos provienen de la resistencia ofrecida por las estructuras mentales dominantes, que dicen “no” y rotulan: “somos las guardianas de la identidad”.
Por el momento, así están las cosas.
Durante siglos, durante milenios, las estructuras mentales se acompasan a la realidad que les ha hecho nacer, es el caso del feudalismo en el Oriente de Europa, notoriamente de Rusia: el zarismo gobernaba, los campesinos trabajaban y las estructuras mentales dominantes se transmitían de generación en generación. Eran poderosas, más, mucho más de lo que después se pensó. Pues ellas adquieren el don de la autonomía, nada de pedir permiso a la realidad para perpetuarse. Así, cuán feudal se conservaba Rusia y cuán capitalista había pasado a ser con los años, fue la preocupación de Lenin a los fines del siglo XIX, la cual le llevó a escribir "El desarrollo del capitalismo en Rusia". Pero ciertamente la cuestión no era inquietud de las clases dominantes, sólo esto les importaba: que el orden social y político se perpetuara, enunciado que muchos reducían a “la policía, los servicios de inteligencia y el ejército cuidan de nosotros”.
Hay que recordar que en la Rusia zarista, la servidumbre recién fue abolida en el último tercio del siglo XIX, y muchos ni se dieron por enterados. El país había ganado un sólido prestigio en Occidente como el más atrasado de Europa. Así, en 1917 la realidad hacía agua por los cuatro costados y las estructuras mentales dominantes tomaban sol en las playas, nada les preocupaba. Fue entonces la revolución. Era el momento de proponer un modelo social alternativo.
Pero... dejemos mejor la palabra a Marx y a Fernand Braudel. El primero dijo: “El peso de las generaciones muertas oprime el cerebro de las vivas”, versión dramática del dicho francés: “le mort saisit le vif”, es decir, “el muerto atrapa al vivo”. Y Braudel: “Las ideas son cárceles de larga duración.” Esa pervivencia pudo constatarse al cierre de la experiencia soviética. Si en 1917 la revolución pasó al primer plano, en 1991 las estructuras mentales del ayer, anteriores a 1917, hicieron espectacular reaparición en el mundo capitalista de hoy y desde entonces a él intentan acompasarse. Dejaron el desván de las neuronas, donde habían hibernado por tres cuartos de siglo, y se cobraron revancha borrando del mapa a la URSS.
Creo que aquí podría terminar este artículo. Pero un maligno afán perfeccionista me lleva a continuarlo. Cabría entonces examinar el cierre de la experiencia soviética, en fin, una preguntita rondando las cabezas. ¿Por qué cayó la URSS? ¿Fue en verdad una utopía? Después de tres cuartos de siglo de experiencia socialista, la URSS se vino abajo como castillo de naipes. Las estructuras tradicionales, mezcladas con mentalidad de empresario barato y mafia al más puro estilo occidental, se hacían dueños de la Plaza Roja, resucitaban San Petersburgo en lugar de Leningrado. ¡Increíble! Y bien, a más de una década de haber ocurrido, la pregunta continúa pareciendo endemoniadamente difícil cuando a mi criterio la respuesta es endemoniadamente fácil: hubo un “no” masivo de repudio al socialismo, tanto en la URSS como en otros países, que sin falta debió ser atendido.
Pero, “fácil” y todo, la cuestión desde luego no queda agotada. Es un tipo de respuesta que despierta otras preguntas. ¿Y por qué hubo ese rechazo del conjunto de la sociedad civil hacia el socialismo sin distinguir a su seno entre malo y bueno, sin tratar de perfeccionar el sistema?
Aquí debemos recurrir a la “larga duración” de Fernand Braudel. La naturaleza humana está sentada en el banquillo de los acusados. Se le brindó una serie de opciones de socialismos de filiación marxista, y a todas dijo “no”. Desde la genocida de Pol Pot y su khmer rojo en Camboya, a la autogestionaria, tempranamente antiestalinista, permisiva y de rostro humano de Tito en Yugoslavia, y a todas la naturalza humana dijo “no”. ¿Es abusivo concluir que optó contra la cooperación mutua y prefirió la competencia capitalista donde vale la ley ciega del mercado, esto es, de la selva?
Pero no podemos echarle las culpas a la naturaleza humana cuando ésta no es fruto del pecado original sino resultado de las experiencias, es decir, de la Historia. La naturaleza humana es un relato de violencia, poder y explotación, actuante durante milenios al seno de sociedades fracturadas en clases sociales cuya lección aparente es así resumida: “el hombre es el lobo del hombre”, como decía Plauto hace siglos y repitieron después Bacon y Hobbes, que glosó Gracián. Y cuya lección de fondo es la lucha de clases.
Ahora bien, esas constataciones son resultado del acto reiterativo. Éste va creando la identidad de la especie, que se vuelve naturaleza aprisionando al individuo. Fue Aristóteles quien señaló en frase no del todo comprendida: “La costumbre es una segunda naturaleza”.
De modo que llevamos puesta una doble naturaleza: la biológica y la costumbre. Heredamos la primera, adquirimos la segunda y luego también la heredamos por generaciones con tanto imperio como la biológica, la aristotélica "costumbre" deviene en estructuras mentales.
Y bien, a medida que las tecnologías se fueron desarrollando, la selva y su león dejaron de ser problema y el hombre descubrió que su peor enemigo era... ¡el hombre mismo! “Homo ominis lupo”, para decirlo en latín. Y desterrar esa condición milenaria, no se logra de la noche a la mañana ni, al parecer, de unos siglos a otros. Hubo gran confianza en el fervor revolucionario, se vio a la gente, al gris y rutinario “hombre de la calle” de pronto transfigurarse, encontrar energías y capacidad de sacrificio, el gran ejemplo fue la gesta de los franceses del 89. Así, Marx pudo escribir: “la revolución es la locomotora de la Historia, en días se condensan años”. La euforia sin embargo fue perdiendo fuerza, así la gesta francesa del 89-94 y al tribuno fogoso de Dantón sucedió la espada de Bonaparte. Tal el ciclo 17-91 de la URSS, se constata cómo las ancestrales estructuras mentales, que se creían idas para siempre, sólo habían dejado la superficie: vestidas de racismo y genocidio, esperaban su oportunidad. Ocurrió en la tierra del socialismo marxista “más bueno”, en Yugoslavia.
Cuéntase -y la fábula ha sido recogida en el filme “Juego de lágrimas”- que una vez vino una terrible inundación y la sola manera de salvarse era cruzar de inmediato el río y arribar a la otra orilla. La ranita se dispuso a hacerlo cuando el escorpión le rogó que lo llevara montado a sus espaldas. Accedió finalmente la ranita y, a medio cruzar el río, el escorpión le clavó sus dos tenazas, condenando así a ambos a morir. ¿Por qué...? alcanzó a articular la ranita. No pude resistir mi naturaleza, contestó el escorpión. Así, el hombre.
Y entonces, la pregunta que hice: ¿Es abusivo concluir que en la URSS y en otros países se optó contra la cooperación mutua, prefiriéndose la competencia capitalista donde vale la ley ciega del mercado, esto es, de la selva?
Desde luego, no se trata de ignorar la convergencia de factores de orden coyuntural. Me refiero al rezagarse de la URSS en la carrera con EU, y especialmente en el rubro más sensible, el de los armamentos. Son patéticos los esfuerzos de los gobernantes soviéticos para disuadir a EU de su proyecto “Guerra de las Galaxias”, idea que se agita cuando el reinado de Ronald Reagan. La razón está clara, la URSS no tenía -ni tiene hoy Rusia- capacidad tecnológica para poner en marcha su réplica ni para financiarla. Finalmente, Bush hijo ha puesto manos a la obra en EU. Pero, desde mucho antes, la impotencia de la URSS en este rubro que -nada menos- hace a la correlación de fuerzas, llevó a los líderes soviéticos a una especie de parálisis. El Breznev de los años setenta y el Gorbachov de los ochenta no pudieron viajar a la Luna después que los norteamericanos lo hicieran en el 69, ni en definitiva frenar la carrera en los armamentos. Y es curioso: mientras ésta pesa sobre los hombros del Estado socialista como recursos que no irán a los bolsillos del pueblo, para el Estado capitalista significa un elemento al cual echar mano cuando se trate de paliar las crisis de sobreproducción, siempre divisadas en el horizonte.
La debilidad de la URSS prohijó una correspondiente mentalidad de derrota ratificada patéticamente en el campo diplomático. Ofrezco, proclamó unilateralmente Gorby -es decir, llevó el juego en esa dirección- reunificar las dos Alemanias a cambio del olvido del proyecto “Guerra de las Galaxias”. Silencio en la Casa Blanca. Propongo, levantó Gorby la oferta, además, incluir en el paquete la disolución unilateral del Pacto de Varsovia. Silencio en la Casa Blanca. Ofrezco, subió Gorby todavía más la oferta, dejar en libertad de acción a los llamados países satélites de Europa del Este, Polonia... Más bien digan -aquí la Casa Blanca rompió su silencio- que ya no los pueden controlar.
Finalmente, se pagaron todos esos precios, uno sobre el otro, a cambio de... nada. Por otra parte, ligado a esto, se iba abriendo paso la idea de que podía canjearse la renuncia al socialismo por paz, es decir, el cese de la amenaza nuclear sobre las cabezas, el poder dormir sin la amenaza constante del holocausto, propia de los años de guerra fría. En fin, todo se fue sumando en la coyuntura de los años ochenta dando por resultado el colapso de 1991, cuando quedó claro que el perder los países aliados de Europa del Este no era suficiente. Es aquí donde entra a jugar Yeltsin, llevando los “vientos de libertad” mucho más lejos: los pueblos integrantes de la URSS que no quisieran continuar perteneciendo a ella, podían irse. Así, la URSS se desintegró y en su lugar quedó Rusia rodeada de nuevos países soberanos.
Una resbaladilla política que se fundaba en una correlación de fuerzas desfavorable. La URSS no tenía con qué negociar. Y sin embargo, a mi entender, los estudios no pueden limitarse al nivel coyuntural, barajando factores que hacen al “cuándo” pero no al “porqué”. Éste, insisto, se encuentra en otro lado y lo hemos adelantado: los ciudadanos soviéticos y de otros países dijeron: “no”. Ellos constituyeron la debilidad de la URSS. Como parte de la mística revolucionaria, se consideraba que el espíritu proletario de por sí podía evitar la burocratización, el autoritarismo, la quiebra de la legalidad y otros vicios a partir del cambio en las relaciones sociales de producción. La experiencia ha demostrado que no. Es cierto que el desaire a las consideradas utopías socialistas fue de inmediato reemplazado por la adhesión a la utopía capitalista, y aquí los medios, la CIA y el Papa jugaron su papel. Pero ese “no” pronunciado cada vez más fuerte, partió de la gente que, después de décadas de vivir el socialismo de raíz marxista, lejos de convencerse, se había puesto en contra.
¿Por qué cayó la URSS? Intentar una respuesta nos lleva luego a interrogarnos sobre una cuestión paralela: ¿cómo es posible que nadie se diera cuenta de lo que se venía? Si esta pregunta se dirige a la CIA, la respuesta será la de un funcionario: nuestros informes fueron incompletos, luego los procesamos mal, nos faltó “feeling”. Si esta pregunta se dirige a los marxistas, la respuesta más sincera es ésta: teníamos mierda en la cabeza, todo iba a terminar bien, a la manera del “happy end” del cine de los cuarenta. Nadie asumía los riesgos. Y se decía: la URSS se acabará cuando ella quiera, es decir, en un mundo comunista, sin fronteras, no antes. Ya ven, la soberbia, los agentes de la CIA deben ser reciclados mentalmente, los marxistas ídem.
Y bien, estamos hablando ya no de la coyuntura que precipitó el colapso, sino de la condición necesaria para que éste sucediera. Puedo proponer los planes más perfectos para la vida futura pero si en definitiva la gente -supuestamente beneficiaria- dice “no”, por los motivos que sean, la idea queda en utopía, no se realiza a pesar de ser factible. No es que no se pueda, no se quiere. Esa negativa generalizada fue a nuestro entender condición necesaria para el derrumbe, aunque no condición suficiente. Esto último quedó a cargo de los factores de orden coyuntural, algunos de los cuales hemos rápidamente mencionado, que apuraron y dieron remate al proceso.
Ahí se inscriben los “aportes” estalinistas, pero tampoco convenció el modelo antiestalinista de Gorby en los años ochenta. Su intención manifiesta fue un socialismo antiautoritario pero la situación se le fue de las manos, al punto que Reagan, de visita a la URSS, pudo declarar: “yo no lo hubiera hecho mejor”. En suma, de parte del pueblo ruso fue un repudio tanto a la línea dura de Stalin como a la línea blanda de Gorby. Así, la sonrisa se dibujó para los ciudadanos del Este cuando el sucesor Yeltsin abrió oficialmente las compuertas al capitalismo en los años noventa... satisfacción que poco duró, los exsoviéticos pudieron advertir hasta qué punto el modelo capitalista había sido maquillado por la propaganda occidental. Pero ya era tarde.
Y bien, tan fuerte es la necesidad de autoengaño frente a la adversidad, que la gente está dispuesta a creer en las utopías, reemplazando unas por otras, las que considera fallidas por las nuevecitas y relumbrantes, aun cuando sepa que nada las garantiza. En ese sentido, tanto puede serlo una religión como una propuesta política. Tanto el cristianismo como el comunismo. La sociedad de las almas virtuosas alcanzadas por la salvación es tan igualitaria como la sociedad donde todo mundo es proletario, una en el Cielo y la otra en la Tierra, ambas nadando en la felicidad. En diferentes épocas y ciclos de la Historia, las utopías cristiana y comunista tuvieron la virtud de arrastrar tras de sí a las masas. Éstas marcharon a la reconquista del Santo Sepulcro y se llamaron Cruzadas, o bien, más modestamente, van hoy a rendir tributo pacífico y multitudinario a la virgen de Guadalupe todos los doce de diciembre en México. Así, la utopía religiosa en Occidente.
Los cristianos tuvieron sus catacumbas y sus mártires, acabando por ser poder en la misma Roma que tanto los combatiera. Desde entonces y por dos mil años, la influencia del Vaticano ha tenido sus oscilaciones, tendiendo hoy a una declinación (no confundir con el carisma personal de Juan Pablo II). Pero su ciclo milenario no se ha cerrado. En cambio, para el comunismo se cuenta una escasa centuria y media a partir, digamos, del “Manifiesto” de Marx y Engels al promediar el siglo XIX, a la caída de la URSS a fines del XX. Los mártires del comunismo fueron también incontables, hombres y mujeres que no vacilaron en dar lo mejor de sus vidas y luego sus vidas mismas en el mundo entero, en guerras, revoluciones y protesta social. Y que también conquistaron el poder. Frente a Roma, sin embargo, Moscú fue apenas un suspiro, si de duración se trata. De todos modos, la fe de un marxista no le ha ido en zaga a la de un cristiano, pagando cada una su precio.
Esa creencia absoluta, en unos casos fe, en otros fanatismo, a veces sin poder distinguir una de otro, ha ido acompañada por razonamiento. Éste, bien que a la zaga de la fe, no por eso inútil. El marxismo recoge la idea de que los grandes ciclos históricos van marcando un desarrollo progresivo. Se pasa de las llamadas sociedades del tributo (modo de producción asiático) y del esclavismo a la organización feudal y de ésta a la sociedad capitalista. El progreso se marca naturalmente en el desarrollo de las tecnologías y en cómo la situación del explotado va mejorando. Esto último interesa especialmente al marxismo. Los subalternos no desaparecen del cuadro social pero cada vez la distribución de los bienes, en general, resulta más equitativa y también de los derechos que la sociedad les reconoce. Y esto ocurre porque, de época en época, hay un mayor fondo de bienes producidos aun cuando nunca lo suficientemente grande para beneficiar a todos. Y bien, dice Marx, con la revolución industrial del capitalismo ese paso se ha dado, en adelante nadie debe sufrir hambre, nadie debe continuar explotado, hay suficiente para todos por primera vez en la Historia.
El cristianismo también recurre al razonamiento, plantea el Paraíso como la justa recompensa a las acciones y pensamientos del hombre, cada uno juzgado individualmente. El hombre está dotado del libre albedrío, el cual lo hace responsable, sus actos e intenciones se definen por el bien o el mal, y según ellos responde. El juez supremo de los creyentes es Dios, para los comunistas es la Historia. Ya influido por un pensamiento de izquierda, es lo que proclama Fidel Castro ante el tribunal que lo juzga por el asalto al cuartel Moncada en Cuba: “La Historia me absolverá”.
De modo que el hombre está inmerso en la realidad, la hace objeto de conocimiento y la transforma a su medida, la cual varía con el paso del tiempo y pasa por el socialismo científico, el único históricamente válido, reiterarán después los partidos comunistas, el cual, agregarán, comienza con Marx y Engels. El primero llegó a escribir que “la humanidad en rigor sólo aspira a aquellas metas que puede alcanzar”. Y en realidad, la humanidad lo hace con ésas y con las otras metas, las utópicas, ambas son sus amores y, si fallan, sus odios.
Claro, siempre se podrá discutir: las cosas salieron mal, cometimos errores graves, todavía no estaban dadas las condiciones, etcétera. Es inevitable: para mantenerse firme en la larga, larguísima batalla por las metas que cree poder alcanzar y en cuyo camino es derrotado una y otra vez, el hombre sueña y sólo acaba de deslindar las metas posibles de las utópicas cuando las primeras se realizan y las segundas no. Es decir, en los hechos, en la vida misma, se ponen a prueba las empresas ideológicas. Las religiones, utopías con creyentes en un más allá. El comunismo, utopía con creyentes en el más acá. Por su cuenta, “el hombre sin atributos” como diría el novelista Robert Musil, el “hombre de la calle”, blindado ante las ideologías y muy atento a sus conveniencias personales, ha acertado en adherir a la revolución industrial, cuyas condiciones favorables fueron madurando con los siglos, hasta encontrar el mejor lugar para eclosionar en Inglaterra, siglo XVIII, abriendo de par en par las puertas al capitalismo. Ya en el siglo XX o, si se quiere, desde el último tercio del XIX, este hombre apuesta al boom tecnológico más que a la revolución social, esto es, se mantiene fiel y apegado al marco capitalista. Y así ha entrado al siglo XXI.
Y bien, el siglo XXI con su cofre de maravillas. Lo abrimos y el sistema solar se nos ofrece a las expediciones como antes, en el siglo XV, el planeta se brindó a Cristóbal Colón, Vasco da Gama, Magallanes, Sebastián el Cano. Vendrá entonces la subsecuente colonización del sistema solar, como ocurriera con el planeta. Y tantos otros pasos de gigante. El hombre hacedor de hombres u otros seres vivos. Las fuentes de energía renovables, tal la nuclear. El viaje a la Luna. Todo eso era visto como sueños y se ha probado que no lo son. Porque, mientras las cosas no sucedan, el hombre todos los proyectos formula, y tras el logro de todos se lanza. Uno de los sobresalientes ha sido la revolución industrial blandiendo la caldera a vapor y el boom tecnológico su continuidad, un astronauta que flota en la ingravidez. Así ha caminado el mundo en estos tres últimos siglos a ritmo acelerado, más en función de la empiria que de las ideologías.
Utopía, te odio y te quiero. Te odio porque contemporáneamente sólo has existido en la cabeza de los hombres, no en sus manos. Te quiero porque permaneces en la esperanza de una segunda oportunidad. Utopía, te odio y te quiero.
2. ¿SALTA LENIN EL ATLAS?
Había una vez un señor chaparrito, pelón, colmilludo él, que aspiraba a convertirse en abogado y dio en líder revolucionario allá por 1917...un señor que todo el tiempo daba lata con eso del imperialismo y la lucha de clases, un señor muy bueno y amigo de los pobres, según unos, y muy malo y enemigo de la humanidad, según otros. Un señor llamado Lenin.
Sé de alguien que coleccionaba frases palindrómicas, es decir, que se leen igual de izquierda a derecha, como al revés, de derecha a izquierda. En estas épocas de transfiguraciones políticas, donde hay que mantenerse actualizado para saber donde está parado cada uno, si a la izquierda o a la derecha, si al centro o al centro izquierda, etcétera, en épocas así se hace necesario encontrar una palindrómica para Lenin.
Y ya la hay. Es más, es atribuida a Julio Cortázar. Pero equivocadamente. La confusión surge de que el autor de la frase era su amigo, también escritor y argentino: Juan Filloy, de la ciudad de Río Cuarto, quien escribió siete libros cuyos títulos están formados por siete letras (“Caterva”, y no me acuerdo de los otros). Y entre sus actividades intelectuales, se contaba la búsqueda de frases palindrómicas, su colección contiene varios miles. Cortázar menciona su nombre en “Rayuela”. ¿Y cuál es la palindrómica hallada por Juan Filloy? La siguiente: “Salta Lenin el atlas”.
Y la verdad es que últimamente lo salta más bien poco, citas su nombre y te das la gran quemada...
Por ejemplo, el caso del imperialismo. ¿Sirve para algo lo que Lenin escribió? Veamos. Él habló de la tendencia dominante en los mercados, favorable a constituir monopolios... ¿tendrá algo que ver con esta fiebre de fusiones vivida en los dos últimos años? Así, consignaba Lenin, el imperialismo es la fase superior del capitalismo (los monopolios son los peces gordos que se comen a los peces chicos) y antesala del socialismo. Lo primero, puede ser. Lo segundo, fíjense: me asomé a la antesala y todos se habían retirado porque nadie los atendió... se cansaron de esperar. Luego, Lenin habló del capital financiero... la verdad, los bancos se hacen cada vez más antipáticos. Y luego, escribió que se incrementa la exportación de capitales en detrimento de la exportación de mercancías, puede ser, vea usted las maquilas, no sólo en México sino en muchos otros lados del Tercer Mundo. Y finalmente las guerras, decía Lenin, son inevitables en esta época de disputa de los mercados.
Ahora bien, si se quiere ir más allá de las consignas, es indispensable situar a Lenin en un contexto más amplio, la ardua polémica sobre el tema, entablada entre quienes se reclamaban continuadores del pensamiento de Marx. Todo, con el telón de fondo de una guerra mundial a desatarse en 1914. Hobson, Hilferding, Kautsky, Rosa de Luxemburgo y otros, se ven involucrados en la polémica. Por su parte, Lenin escribe su libro titulado “El imperialismo, fase superior del capitalismo”, al cual presenta como “ensayo popular”.
Entonces, de este variado escaparate usted puede escoger lo que le guste, y dejar lo que no. O bien remitirse a los hechos. Veamos. Las naciones del occidente europeo, a la cabeza Inglaterra, la reina de los mares, se repartían o se disputaban entre sí las colonias. En 1917, con la revolución rusa, cambió el panorama. La URSS sin embargo quedó aislada hasta ocurrir la II Guerra Mundial (1939-1945), ocasión para crear un campo de naciones socialistas y hacer viable un Tercer Mundo. El globo se vio ante una bipolaridad donde sobresalían Estados Unidos y la URSS. Con esa división vino la guerra fría aproximadamente a partir de 1947. Las armas atómicas nos quitaron el sueño, en particular a los pueblos ruso y norteamericano, rehenes de la guerra fría.
Un poco más tranquilos pudimos dormir cuando la URSS renunció al comunismo, allá por 1991. Al parecer, se había acabado la guerra fría con su equilibrio del terror atómico. Pasamos a vivir en un mundo unipolar. No obstante, la nueva Rusia heredó las armas nucleares de la URSS, sin contar otros países que también las poseen, como India, Pakistán, Israel, Francia, Inglaterra, China. Hace más de medio siglo, EU arrojó dos bombas atómicas, una en Hiroshima, otra en Nagasaki y con ello puso fin a la II Guerra Mundial. Le fue relativamente fácil tomar la decisión: nadie iba a darle una o dos cucharadas de su mismo chocolate, EU detentaba entonces el monopolio mundial del holocausto, hoy ya no. Y finalmente, el terrorismo poniendo a prueba al Unipolar, a ver qué tan invulnerable es.
Tal puede ser el recuento de un mundo donde todos hemos acabado siendo más o menos capitalistas, no faltaba más. ¿Sigue Lenin saltando el atlas? Veamos. Él no niega que pueda existir en el futuro (en su futuro) un ultraimperialismo único, más: reconoce que tal es la tendencia al presente (en su presente). Y esto resulta muy a lo unipolar que estamos viviendo. Pero el tema en aquel entonces no se debate, Lenin rehusa discutir un posible futuro cuando el presente acucia y el fenómeno se da de manera múltiple: imperialismos que entran en contradicción al límite, estalla entre ellos la I Guerra Mundial (1914/1918). No haber valorado suficientemente esa realidad, es una de las críticas de Lenin contra un teórico socialista de la época, Karl Kautsky, ya mencionado, y a quien, años después, dedicará un libro cuyo título lo dice todo: “El renegado Kautsky”. Y bien, ya no podemos pedirles su opinión y difícilmente alguno de ellos saltaría hoy el atlas. Pues... ¡a arreglárselas los huérfanos como mejor puedan! A contestar solitos, sin ayuda, a preguntas como ésta: ¿qué onda con la lucha de clases?
Y bien, Marx y Engels hace siglo y medio la llamaron el “motor de la Historia”. “Ya no lo es más”, se corrió la voz entre los partidos comunistas, al final de la II Guerra Mundial, saliendo el chisme por boca de Earl Browder, secretario general de los comunistas norteamericanos, siendo refutado por el francés Jacques Duclos. Años después, en los setenta, con una idea similar, apareció el llamado eurocomunismo y finalmente en los noventa, antes de desaparecer de escena, el PCUS decretó el final de la lucha de clases, ya en tiempos de Gorbachov. ¿Qué hay entonces en su lugar, cuál es ahora el motor de la Historia, o es que ya no lo tiene o nunca lo tuvo? Buena pregunta, pero los hechos no dieron tiempo a pensar en la respuesta. Vino el derrumbe: la URSS borrada del mapa, en su lugar, Rusia, Ucrania, Letonia, Lituania, Estonia, Bielorrusia, etcétera. Y como dijo Yeltsin a Gorbachov, quien hasta la víspera era el premier: “lo siento, se ha quedado sin país”. Y bien, la lucha de clases... siempre alguien la despide de su casa, pero da la impresión que no acaba de irse como esas visitas molestas que se vuelven desde la puerta: ¿no te conté de la Fulana...? Está buenísimo, resulta que en Seattle... Y nuevos chismes de esta señora que, claro, ya no rotula lucha de clases, sino problemas sociales, actores históricos, etcétera.
En fin, la vida, armada de la “astucia de la Historia”, contradiciendo las mejores cabezas, se abre camino en ellas mismas si están dotadas de voluntad crítica y autocrítica. Así, junto al Lenin de “no hay práctica revolucionaria sin teoría revolucionaria” se sienta el Lenin que cita a Goethe: “gris es la teoría pero verde es el árbol de la vida”. Como se ve, en estas palabras que hace suyas, no excluye la teoría marxista tan gris como cualquier otra. Pero no será óbice para declarar el mismo Lenin: “el marxismo es todopoderoso porque es cierto”. De modo que se ha encontrado “la Verdad”, y ésta otorga al marxismo el carácter de todopoderoso. ¿Qué tal? No tiene nada que envidiar a las religiones.
Así, pues, la teoría, muy útil si puede recoger la experiencia del pasado, generalizándola. Y muy dañina si se resiste a un futuro que la pone a prueba una y otra vez bajo el fuego cruzado de una nueva empiria, es decir, de la mutante vida. Otro ejemplo. Por un lado, Lenin insiste en la necesidad de contar, en vísperas de movimientos revolucionarios, con un partido de hierro, de militantes probados, de disciplina casi militar. Por el otro lado, Lenin insiste en el poder creativo de las masas, especialmente en el curso de los movimientos revolucionarios.
Tal -ejemplifica con el caso ruso- la formación de los soviets, integrados por campesinos, obreros y soldados que ya son operativos en 1905 y que, agrega Lenin, fueron el modelo que resistió las pruebas del futuro cuando lo adoptamos los bolcheviques en 1917 a la hora de hacernos del Estado. Desde luego, ambas situaciones -poder creativo de las masas y partido de hierro- pueden coexistir. ¿Pero no se da también el primero al seno del partido? Creo que Lenin tenía una cierta aprehensión respecto de la democracia interna -presupuesto para el desarrollo del poder creativo-, que la lucha de tendencias fuera a degenerar en escisiones y finalmente en atomización, en particular al faltar el líder, es decir, él. Y es aquí cuando, desde las últimas neuronas, adonde ha sido relegada por los mortales, la señora NOOjos -que así yo llamo a la muerte-, irrumpe y su proximidad lleva insensiblemente a un cambio de perspectiva. Lenin, ya muy enfermo, deja su testamento político con un mensaje entrelíneas:
-Soy irremplazable.
El líder soviético entra a considerar uno por uno a sus compañeros en la gesta de la revolución, los “bolcheviques históricos”, y a todos encontrarles un “pero”: uno por no ser dialéctico, otro por no saber tratar a la gente, un tercero por su pasado menchevique, cuando en realidad el motivo para vetar a este último era otro y saltaba a la vista: un judío difícilmente pudiera gobernar un país tradicionalmente antisemita, a pesar de su brillante actuación en los decisivos días de la toma del poder. Me estoy refiriendo naturalmente a Trotski, quien es el primero en reconocer ese handicap político. En fin, el testamento de Lenin es uno de los documentos más pobres de su carrera, terminando por proponer una ampliación de la base del colegio electoral, medida interesante por lo democrática, pero que no resolvía el problema. No tiene a quien recomendar, la autocracia será su sucesor.
Y... tenía razón, era irremplazable. En cuanto a nombres, no cabía buscar el mejor, apenas si el menos malo, tomando en cuenta no sólo sus capacidades individuales y sus relevantes aptitudes para equivocarse, sino la lucha de tendencias que se daba al seno del Comité Central, y que sólo un Lenin había podido conjurar para que no acabara en escisión. Bien él podría haber afirmado:
-Puede ser que los motivos esgrimidos en mi testamento político no fueran los mejores pero de todos modos se llegaba a igual situación sin salida. Además, quiero recordar que aconsejé el relevo de Stalin, quien había sido nombrado interinamente, recomendación que no se tuvo en cuenta con los resultados conocidos. ¿Otro en su lugar lo hubiera hecho mejor? A saber...
Así, su batalla personal contra el olvido se confundía con la realidad misma de aquellos años del poder soviético. Tanto no había digno sucesor como la figura de Lenin, por contraste, se levantaba. Una cosa suponía la otra. Como escribió un historiador occidental, desde la inauguración de su mausoleo se ha formado una fila inacabable de visitantes, tanto de día como de noche. Y estoy hablando de Lenin, quien, en definitiva, en los hechos, en su obrar, conjuntó fervor con razón, no permitiendo que el primero cayera en el fanatismo ni que la segunda perdiera sus luces en cada una de las batallas parciales que se fueron presentando antes y después de 1917. Lenin, a la vez, el más grande constructor de utopías de la Historia: quiso levantar el socialismo apoyándose en los contingentes obreros de las ciudades pero el océano campesino, ferozmente individualista, le recordó las palabras de Calderón de la Barca: “los sueños... sueños son”. Y las utopías, sueños organizados..., utopías son.
¿Salta Lenin el atlas? ¿Lo saltó alguna vez? ¿Lo saltará? El tiempo, y la contingencia a su seno, tienen la palabra. Dirán de la proyección a futuro, si la hay, dirán de los hechos del pasado con mayor ecuanimidad que hoy... si alguien llega a ocuparse del tema.
3. MARX: LA MUERTE SE ASOMA Y SACA LA LENGUA
Marx, optimista por convicciones, creyente en la revolución social... no pensaba gran cosa en la muerte, que se sepa. Y sin embargo, un elemental análisis del discurso muestra cómo de pronto la muerte se asomaba por entre áridos temas tratados por su pluma y decía, sacando la lengua: ¡aquí estoy!
Karl Marx está situado en las antípodas respecto del existencialismo de los siglos XIX y XX. Esto es, la corriente filosófica que rechaza las pretensiones de situar al centro valores que no sean la evidencia de las evidencias, la cual, por obvia, descuidamos: la existencia, el sí mismo de cada individuo.
Pero la existencia tiene su término y se llama muerte. Y con ella tenemos que vernos, hagamos lo que hagamos, alcancemos la gloria, el poder y el orgasmo en todos los órdenes, la muerte al final nos espera, como lo cantan las coplas del poeta Jorge Manrique. Y doña NOOjos suele jugarnos bromas pesadas apareciéndose allí donde menos se piensa para asustarnos, burlarse de nosotros y sacarnos la lengua. Como dirían en México: la Pelona es una pelada. Esto es, la Muerte es una grosera.
Y bien, vamos hacia el discurso del teórico del comunismo, registrando antes los antecedentes.
Por mediados del siglo XIX, Marx y su amigo y colaborador Engels, comienzan a escribir en serio. En 1848 redactan por encargo el “Manifiesto Comunista”, que de inmediato tuvo amplia repercusión. Por aquellos años, la idea de una sociedad más justa e igualitaria había ganado predicadores e iniciativas comunitarias se ponían en práctica, algo similar al hippismo de los años sesenta. Precisamente, para distinguirse de tal “competencia”, Engels escribió “Del socialismo utópico al socialismo científico”, particularizando en los casos de Saint-Just y sus seguidores, Owen y Fourier, idea que también campea, sin nombres propios, en el “Manifiesto”. Engels en su breve ensayo critica las limitaciones de los “utópicos” a la vez que los reivindica comprensivamente: entre los fines del siglo XVIII y las primeras décadas del XIX -dice- no pudieron hacer más.
Y luego el autor traza su raya, el desarrollo económico y social alcanzado en su época ya permite ir más allá. Esto escribe Engels sin sospechar que Marx y él se llevarían la palma en materia de propuestas utópicas, la continuidad se daba con fuerza entre ellos dos y sus criticados predecesores. Un ejemplo lo brinda otro de los utopistas de la época, Étienne Cabet, quien en 1840 publica un libro de éxito inmediato, titulado “Viaje por Icaria”, donde proclama que la divisa del comunismo en la sociedad futura será: “De cada uno según sus fuerzas, a cada uno según sus necesidades”, según lo cronica el escritor peruano Mario Vargas Llosa (Letras Libres, 07-02).
La divisa fue por mucho tiempo atribuida a Marx, quien así la vertió: “De cada uno según sus capacidades, a cada uno según sus necesidades”. Hay un ligero ajuste entre “fuerzas” y “capacidades”, que no cambia el hecho: ambas expresiones en el caso son equivalentes. El siglo XIX, iluminado por la reciente Revolución Francesa, conocerá la reedición de 1830 y las múltiples de 1848, precedidas por la gesta napoleónica y seguidas de la guerra franco-prusiana, el colonialismo y la Comuna de París de 1871. Un siglo de batallas, revoluciones y utopías. El esfuerzo de Marx por darle un contenido científico al socialismo, de poner los pies en tierra, lo lleva a formular una lectura de la Historia privilegiando los momentos de tensión: cuando las fuerzas productivas de una sociedad dada, tal el caso de la manufactura y la industria capitalistas en Europa occidental en los siglos XVII, XVIII y XIX, chocan en su crecimiento con el orden feudal. Le dan un ultimátum para que éste se retire de escena, no lo acata... ¡a las barricadas! Marx y Engels lo estaban viviendo precisamente en el siglo XIX, sin contar que el segundo participó en acciones bélicas, lo cual le valiera el apodo de “El General”.
Así, los dos teóricos del comunismo, y el ambiente que los rodeaba. Defendían la vida con fervor. No importaban las derrotas, las deserciones: con fe sentían que el futuro les daría la razón, el correr del tiempo iba a agudizar las contradicciones sociales y reforzar la experiencia, el crecimiento numérico de los proletarios y el desarrollo de su conciencia revolucionaria. Y en última instancia, era el combate a favor de la vida, contra la muerte. Pero a ésta no es tan fácil reducirla, aparece de pronto y, como decíamos, saca la lengua.
Las fuerzas utópicas de entonces no se atrevían a lidiar con ella, la consideraban un hecho fatal. Los trasplantes y demás progresos habidos en Medicina, la suba del índice de esperanza de vida en el Primer Mundo, la Biogenética, han puesto al hombre de hoy en posición de desafiar a la muerte dándole la cara con altivez en diálogo de tú a tú. Era distinto el juego en el siglo XIX, el trato con doña NOOjos sistemáticamente se rehuía y, cuando ya no había más remedio que recibirla, era al seno del hogar, tendido en la cama de toda la vida, ofreciéndole una copita de anís del bueno... Al siglo XX el hospital fue ganando espacios y a doña NOOjos se la comenzó a recibir en otro ambiente de más en más deshumanizado, envuelto el paciente en conductos de plástico, rodeado de tubos de oxígeno y de gente desconocida que llevan bata blanca...
Así, para morir en paz, la Europa occidental del siglo XIX en sus largos lapsos pacíficos, a pesar de la obstinación individual de negar a doña NOOjos hasta el último momento. Negarla oficialmente, pues esta señora igual se aparecía en forma de lapsus.
Pero veamos de cerca el discurso del teórico del comunismo.
En “El Capital” (“Crítica de la Economía Política”), la gran obra de su madurez y que le lleva décadas de documentada labor, Marx se propone desmontar el sistema capitalista y demostrar su irremediable declive. En el capítulo titulado “Capital constante y capital variable”, viene hablando de los “medios de trabajo”, así llama a los instrumentos necesarios para la elaboración de la materia prima. “Una herramienta, una máquina, un edificio, un recipiente, etc. (...) -ejemplifica Marx y agrega- Conservan su forma (...) lo mismo en vida, durante el proceso de trabajo, que después de muertos. Los cadáveres (...)” y aquí el autor repite la enumeración (FCE, I, 153). Tenemos ya bastante “necro alusión”, lo cual es inusual en Marx. En fin, quiere dar una idea de los fenómenos de envejecimiento y muerte que sufren los “medios de trabajo”, y los compara con los seres humanos.
Y líneas más abajo, el autor insiste: “A los medios de trabajo les ocurre como a los hombres. Todo hombre muere 24 horas al cabo del día. Sin embargo, el aspecto de una persona no nos dice nunca con exactitud cuántos días de vida le va restando ya la muerte.” (FCE, I, 153). Séanos permitido extraer del conjunto citado una expresión en particular, sin que por ello quede fuera de contexto. Es la siguiente: “Todo hombre muere 24 horas al cabo del día.”
Lo primero que llama la atención es la tautología. Es como decir: “Todo hombre muere un día al cabo del día.”
Por lo demás, Marx era cuidadoso al escribir, no dudaba en rehacer el texto con tal de darle mayor claridad, reclamo de su compañero Engels al leer los manuscritos de “El Capital”. Es difícil que se le escapara una frase tautológica, máxime en el tomo I, el único publicado en vida del autor, y destinado a dar una imagen positiva de toda la obra. Esto es lo primero que llama la atención.
Lo segundo es el contenido mismo de la frase. Aquí las cosas cambian. De la forma, es posible echarle las culpas al traductor. Del contenido, es más difícil. Hay que buscar por otro lado. Por ejemplo: que la frase en cuestión resulta marginal en el contexto, en poco -por no decir en nada- cambiarían las ideas expresadas a lo largo del volumen, ni tampoco en el capítulo y ni siquiera en el párrafo, si la frase se suprimiera. No versa sobre Economía, ni nada semejante, es en buen grado reiterativa. Pero, desde el punto de vista psicológico aplicado al análisis del discurso, el lapsus es notable: donde caben vida y muerte, el referente de comparación es sólo la segunda. Los “medios de trabajo” y el hombre hacia la muerte van, desde luego. Pero lo hacen de una cierta manera. Unos rindiendo su utilidad hasta el desgaste completo o la obsolescencia, el otro viviendo, que significa: haciendo cosas y dándose causas, entre ellas, la revolución. Los “medios de trabajo” rinden de entrada su capacidad plena y la reiteran por el resto de su vida útil. El hombre despierta sus aptitudes gradualmente con el aprendizaje, vive luego su mediodía y decae en vísperas de la noche. A ambos, como a todo en este mundo, les llega el fin, insistiendo Marx en referirse a la muerte tanto respecto de los objetos como para el hombre.
En ese sentido, la frase comparativa pudo ser: “Todo hombre vive y muere 24 horas al cabo del día.” Para quitarle todo rastro tautológico y volverla más elegante y hegeliana, se propone la siguiente: “Un día más de vida es un día menos de vida”. Así, sin mencionar el antipático “muere”, se lo reconoce presente, acompañando a la existencia paso a paso. Claro, Marx ya no puede escuchar la sugerencia, lástima. Otra vez será.
La idea de este matrimonio entre vida y muerte no es nueva, ni tampoco el hecho que, al correr de los días, vamos dejando la primera y acercándonos a la segunda. En una obra iracunda para la época de su publicación, mediados del siglo XX y titulada “El libro negro”, su autor, Giovanni Papini, retrocede una centuria y atribuye estas reflexiones a Sören Kierkegaard: “la vida misma en su conjunto no es otra cosa que la actuación de la muerte y el prepararse progresivamente para ella. Lo que llamamos ‘vida’ es la agonía que más o menos se prolonga entre la salida de la Nada y el regreso a la Nada.” La cita es apócrifa, debida a la inventiva confesa de Papini y luce importante por tratarse de Kierkegaard, pionero entre los filósofos existenciales, que muere en 1855. Por entonces Marx está ya en plena actividad intelectual, y de la cita cabe decir con los italianos: “se non è vero, è bene trovato”. Si no es verdad, merece serlo. En efecto, la idea señalada estaba ya en el ambiente en tiempos de Marx, y ella abrió la puerta a doña NOOjos en donde menos se pensaba encontrarla, en las páginas de “El Capital”.
Así, se puede pensar que en todo caso se trata de “peccata minuta” desde que el filósofo más representativo de la corriente existencialista, Heidegger, no había nacido y el maestro de éste, Husserl, era un niño cuando Marx publicaba el primer tomo de “El Capital” en 1867. Pero... un momento. Estaba vivo y en la plenitud de su ascendiente el pensamiento del papá Hegel, legando: a Marx la dialéctica, a Heidegger el “ser-para-la-muerte”, fórmula ya consignada por Hegel a principios del siglo XIX en su “Ciencia de la Lógica”. Heidegger la lleva hasta las últimas consecuencias, Hegel es el autor. Y es cierto que el mismo Marx comentó que en la elaboración de “El Capital” estuvo hegeliano en demasía. De modo que la “peccata minuta” tal vez no sea tan “minuta”.
Con toda claridad, Madame de Sévigné en 1689 explicita la idea: “avanzamos sin cesar hacia nuestro fin y cada vez nos encontramos más muertos que vivos”. Y viene a colación la sentencia latina: “vulnerat homnes, ultima necat”. Es decir, refiriéndose a las horas: “todas hieren, la última mata”.
Por mi parte, debo reconocer que durante mucho tiempo dudé. ¿Y si el “extrapolador” de la muerte no fuera Marx sino yo, haciendo una lectura tendenciosa de su texto? Voy al laboratorio social, me dije, él dirá. Y lo tenía a mano en Argentina. En una reunión de estudio, expuse ante los “compas” la idea de estos “medios de trabajo”, rematando en la comparación entre máquina y hombre, en el fenómeno de envejecimiento y muerte de ambos, repitiendo textualmente a Marx pero sin citarlo, de modo que la dichosa comparación quedó como de mi cosecha.
La reacción fue instantánea, particularmente de los varios economistas presentes, a saber: yo estaba sacando conclusiones abusivas “que jamás Marx haría”, todo ese “pastiche” de la muerte estaba fuera de lugar.
Quedé ampliamente satisfecho: si el párrafo en cuestión era despojado de la autoridad de su autor, se veía francamente extrapolado y antimarxista... ya ven, un Marx antimarxista. En fin, yo había pasado exitosamente la prueba en el laboratorio social, podía, alguna vez, desarrollar el tema con tranquilidad.
Y bien, no se trata de un afán puntillista ni de descubrir un “Marx existencial”, tampoco de sentarlo en el banquillo de acusados, sino de verificar cómo, allí donde menos se lo esperaba, llega el mensajero Tánatos y, furtivo, abre una rendija del inconsciente. Tengo la impresión que ello no fue necesario con Engels, quien asumió el problema de la muerte en diferentes lugares de su obra, admitiendo como un hecho cosmológico el inevitable fin de todo, la gran catástrofe que ubicaba a nivel de sistema solar. No demostraba por ello sentimientos negativos o depresión, sino que celebraba por adelantado que, tras la catástrofe, vendría el renacimiento de todo, la materia indestructible y sus eternos atributos, como se lee en el prólogo de su “Dialéctica de la Naturaleza”.
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